Ando escribiendo sobre los mecanismos que empleamos para acreditar las cosas de las que hablamos, es decir, los recursos que consisten en presentar pruebas que demuestren y, por tanto, hagan creer a nuestro interlocutor que lo que decimos es cierto. Se lo contaba a un amigo ayer por la mañana, y le explicaba, además, que la conversación cotidiana es muy pobre en estas estrategias.
— De hecho, ¿cuándo has visto tú a nadie presentarse (“Hola, me llamo Ramón”) y sacar como testimonio el dni? —y, sin pelos en la lengua, sentencié—. En la conversación coloquial no acreditamos nunca.
Y el espíritu de algún etnógrafo de la conversación no tardó en castigar mi soberbia (metodológica, entre otras):
Andaba yo esperando al autobús, sentada en el banco de la parada leyendo el periódico, cuando un hombre se sentó a mi lado. Aunque dijo “bon dia” sin conocerme de nada, lo que ya constituye un hecho conversacional harto peculiar en la calle Muntaner, no sospeché que la conversación que allí se iniciaba no iba a ser prototípica. Él iba fumando algo que no era tabaco y, como mi constitución endeble es particularmente sensible a algunos efluvios, me levanté. Entonces él fijó la vista en el periódico que yo llevaba, puso cara de pensar, se levantó y me dijo, en un catalán muy correcto y con una voz profunda:
—Perdona, es que he hecho una peli y me han dicho que sale la crítica ahí.
Me dijo cómo se llamaba la película y empecé a buscarla en las páginas de cultura. A pesar de que necesitaba una ducha urgente, lo cierto es que era un tipo bastante atractivo. Encontré una pequeña nota sobre la peli y dejé que la leyese.
—Moltes gràcies —me devolvió el diario—. Sale mi nombre—. Y con su porro señaló
un nombre.
—Ah, muy bien, felicidades.
Y volví a leer a mi aire, probablemente las páginas deportivas, que ayer eran muchas. Identificó mi desdén barcelonés con que yo no creía su historia, con que no me tragaba que el nombre señalado fuese el suyo. Y entonces sacó la visa y acreditó sus palabras.
—¿Lo ves?, soy yo —los dos nombres coincidían.
Mientras me explicaba no sé qué sobre el director, pensaba yo en que la conversación coloquial nunca dejará de sorprenderme. Hubiese bastado con que él reforzase la verdad de su discurso de un modo clásico (“Este soy yo, en serio” o, incluso, el más solemne “Este es mi nombre, lo juro”), pero el sintió la necesidad de ir más allá y acreditar.
Por la noche, seguía dándole vueltas a eso de acreditar vía Visa. Desde luego, existen modos bien diversos de entender el término “tarjeta de crédito”: un pase de 10 viajes en autobús, 8 euros; dotar de credibilidad a tus palabras, no tiene precio.
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