lunes, 14 de junio de 2010

La pena

A menudo releo Herzog, de Saul Bellow, que es una de mis novelas favoritas porque es capaz, en una línea, de hacer diana. Nada más empezar, Moses, el protagonista, cita la frase siguiente, certera a rabiar en mi día de hoy: “La pena, Señor, es una especie de pereza”.

Una pena profunda y, por tanto, muchísima pereza es lo que me produce volver al hospital. Lo cierto es que solo tengo que ir a ponerme unas vacunas —tras el transplante de médula tienes que vacunarte de nuevo, como en la infancia—, pero me produce una tristeza terrible pisar el hospital otra vez y, así, soy presa de un tedio inmenso desde hace más de una semana. Coger el metro, subir al Vall d’Hebron, elegir dónde prefiero esta vez los pinchacitos, aguantar la respiración y ¡ay! me parece ahora un trabajo de Hércules.

Y luego está la pregunta de rigor, que me han hecho decenas de veces enfermeros, asistentes, camilleros, ambulanceros:
—¿Cáncer, tan joven? Eso te hace valorar las cosas importantes, ¿no es cierto?
Y una asiente y sonríe, aunque, en realidad, esté pensando dos cosas:
1) Yo ya valoraba las cosas importantes antes del cáncer, porque nunca he sido una necia; y
2) me niego a verle a esta mierda su lado positivo: siempre he sabido deslindar lo que me gusta y lo que me disgusta. Qué carajo, soy católica: lo del yin y el yang es o para orientales o para memos.

De todos modos, a pesar del metro, las vacunas y la conversación sabida, tengo que ir sin tardar. Así que este post, en realidad, tiene el propósito de ser un compromiso público, un acto realizativo: prometo a ir a vacunarme mañana antes de ir a la facultad.

Por otra parte, esta entrada tiene la pretensión de animarles a donar sangre, hoy que es, precisamente, el día del donante. Durante mi enfermedad recibí ingentes cantidades de sangre anónima que me salvó la vida. En aquellos meses, yo pedía insistente a mis amigos que donasen sangre. Quiero seguir haciéndolo ahora, porque seguro que hay alguien en la planta de hematología, ocupando una cama que también ocupé yo, que sabe con certeza que el dolor es solamente una mierda, y que en este momento tiene una bolsa de sangre en caída libre conectada a su cuerpo.

Uno de aquellos días horribles, tras una prueba tristísimamente dolorosa, alguien me dijo: “Ahora tú sabes lo que significa de verdad merecer la pena”. Me acuerdo a menudo de esas palabras. Supongo que ha llegado la hora de volver a soportar la pena un ratito e ir a vacunarme. Mañana les cuento.

sábado, 12 de junio de 2010

Acreditarse


Ando escribiendo sobre los mecanismos que empleamos para acreditar las cosas de las que hablamos, es decir, los recursos que consisten en presentar pruebas que demuestren y, por tanto, hagan creer a nuestro interlocutor que lo que decimos es cierto. Se lo contaba a un amigo ayer por la mañana, y le explicaba, además, que la conversación cotidiana es muy pobre en estas estrategias.

— De hecho, ¿cuándo has visto tú a nadie presentarse (“Hola, me llamo Ramón”) y sacar como testimonio el dni? —y, sin pelos en la lengua, sentencié—. En la conversación coloquial no acreditamos nunca.

Y el espíritu de algún etnógrafo de la conversación no tardó en castigar mi soberbia (metodológica, entre otras):

Andaba yo esperando al autobús, sentada en el banco de la parada leyendo el periódico, cuando un hombre se sentó a mi lado. Aunque dijo “bon dia” sin conocerme de nada, lo que ya constituye un hecho conversacional harto peculiar en la calle Muntaner, no sospeché que la conversación que allí se iniciaba no iba a ser prototípica. Él iba fumando algo que no era tabaco y, como mi constitución endeble es particularmente sensible a algunos efluvios, me levanté. Entonces él fijó la vista en el periódico que yo llevaba, puso cara de pensar, se levantó y me dijo, en un catalán muy correcto y con una voz profunda:

—Perdona, es que he hecho una peli y me han dicho que sale la crítica ahí.

Me dijo cómo se llamaba la película y empecé a buscarla en las páginas de cultura. A pesar de que necesitaba una ducha urgente, lo cierto es que era un tipo bastante atractivo. Encontré una pequeña nota sobre la peli y dejé que la leyese.

—Moltes gràcies —me devolvió el diario—. Sale mi nombre—. Y con su porro señaló un nombre.
—Ah, muy bien, felicidades.

Y volví a leer a mi aire, probablemente las páginas deportivas, que ayer eran muchas. Identificó mi desdén barcelonés con que yo no creía su historia, con que no me tragaba que el nombre señalado fuese el suyo. Y entonces sacó la visa y acreditó sus palabras.

—¿Lo ves?, soy yo —los dos nombres coincidían.

Mientras me explicaba no sé qué sobre el director, pensaba yo en que la conversación coloquial nunca dejará de sorprenderme. Hubiese bastado con que él reforzase la verdad de su discurso de un modo clásico (“Este soy yo, en serio” o, incluso, el más solemne “Este es mi nombre, lo juro”), pero el sintió la necesidad de ir más allá y acreditar.

Por la noche, seguía dándole vueltas a eso de acreditar vía Visa. Desde luego, existen modos bien diversos de entender el término “tarjeta de crédito”: un pase de 10 viajes en autobús, 8 euros; dotar de credibilidad a tus palabras, no tiene precio.

viernes, 11 de junio de 2010

Estupideces metalingüísticas (2)

Hace unos días iniciaba aquí una sección titulada “Estupideces metalingüísticas (Sobre las tonterías que le hacen decir a la lengua sobre sí misma)”. La segunda entrega la protagoniza un tipo que, leo en El Mundo, ha escrito una novela sin tildes. No soy yo una inmovilista de la lengua; me parece que todo cambio útil que se consolide en la lengua a partir del uso repetido por los hablantes bien está. Sin embargo, en el artículo sobre la novela y en la web de la editorial se dice una serie de tonterías entre las que claman al cielo las siguientes:

1. “Esta iniciativa es innovadora”
No es cierto: lo de eliminar haches y tildes se le ha ocurrido antes que a él a muchísimos alumnos que ven en la ortografía solo un puñado de normas que sirven para suspender. El deseo de simplificar el idioma es tan viejo como los profes de lengua.
Asimismo, el tema ha sido incluso objeto de debate en el Congreso Internacional de la Lengua Española celebrado en Zacatecas en 1997.

2. “Simplificandolo, el español se convertiria en un producto mas facilmente exportable”
El español no es una lengua de negocios, imagino, porque falta competitividad, no por culpa de la lengua. Es cierto que el perfil de los estudiantes de español para extranjeros no es un businessman, pero eso no es culpa de las tildes. Jamás de los jamases un alumno de español lengua extranjera me ha sugerido que podríamos dejar de usar acentos. Simplemente, los usan como pueden. El chino, lengua en auge, no es, precisamente, una lengua amable de aprender.

3. “En Francia estan deseando poder simplificar el idioma para poder exportarlo”
¿Quiénes, exactamente? Sobre la locura que está siendo el cambio ortográfico (a golpe legislativo) en el alemán mejor no hablemos…

4. “Es un cambio ortografico muy sencillo con claras ventajas y muy pocos inconvenientes”
Para muestra de uno de ellos, un botón: sin tildes no hay modo de saber cómo pronunciar el nombre del autor (Martin Ortega Carcelen); imagino que “Martín” será aguda y “Ortega”, llana. Pero a ver qué hago con “Carcelen”…
Por mi parte, quiero seguir siendo “Tara” y no "Tará".

jueves, 10 de junio de 2010

Mujeres y empresa

Hoy empieza en Barcelona el She Leader 2.0., un congreso de mujeres directivas que, según explica su página web, “ofrece recursos y estrategias para mejorar la gestión de las organizaciones y facilitar la promoción profesional de mujeres directivas y profesionales”. Se desarrolla en el marco de la presidencia española de la UE y ha sido organizado por el Departamento de Trabajo de la Generalitat de Cataluña.

Sin embargo, lo cierto es que la idea del techo de cristal que impide el ascenso de las mujeres en la empresa no me acaba de convencer del todo. Opino que el sistema de libre mercado, que es feroz en relación con algunas desigualdades, es ciego en materia de género; es decir, que no puede ser, precisamente, tildado de machista —tema aparte es su tratamiento de la maternidad—. A la empresa le importa un bledo si eres hombre o mujer; sus criterios para calificarte son otros: eres tiempo, eficiencia, rendimiento y contactos. Y Miriam González, brillante abogada y esposa de Nick Clegg, lo tiene todo. De ahí que Acciona la haya nombrado consejera. Feminidades aparte.

martes, 8 de junio de 2010

Pulgas en la universidad

En su diccionario de falacias, Ricardo García Damborenea da un ejemplo simpático de la falacia de la conclusión desmesurada, que consiste en extraer una conclusión que va más lejos de lo que los datos permiten:

Es conocida la anécdota del sabio que a la voz de ¡salta! lograba que cada una de las pulgas de su colección se introdujera en un frasco. Arrancó a una pulga las patas traseras y al ordenar ¡salta! la pulga no saltó, y lo mismo ocurrió tras arrancar las patas a todas las demás. El sabio, entusiasmado, anotó en su cuaderno: Cuando se le quitan las patas traseras a una pulga deja de oír.

En CCOO, al parecer, han cometido el mismo error. Leo en El País de hoy, en relación al seguimiento de la huelga de funcionarios:

El personal universitario ha sido el más implicado, según CC OO, con un 90% de participación

He estado esta mañana en la facultad y, cierto es, estaba casi vacía. Como lo estaba ayer y como lo estará mañana: las clases ya se han terminado este curso y los exámenes de hoy habían sido pospuestos.

Pues eso: que no estamos sordos, que es que ya no hay clases.

Maneras de perder


El domingo estuve en el cine viendo el documental chileno El poder de la palabra, de Francisco Hervé. Cuenta cómo el proceso de modernización del sistema de transporte urbano de Santiago de Chile conllevó la prohibición de la venta ambulante y la música en vivo en los autobuses; por ese motivo, los vendedores y músicos afectados se organizaron en un sindicato; su propósito era seguir ejerciendo su actividad y, para ello, emplean las mismas armas que utiliza la novísima empresa de transportes: se equipan con un uniforme, se imponen unas normas, aprenden oratoria… Desde el primer momento, no obstante, se masca el fracaso en la negociación. La causa es noble; los esfuerzos, hercúleos; pero, al final, la lucha no sirve de nada. Y lo peor es que los protagonistas no se dan cuenta, y eso resulta penoso para el espectador.

Me acordé entonces de la actitud de Soderling durante la final del Roland Garros contra Nadal. Dándose cuenta de que sus opciones eran ínfimas, la expresión del sueco, entre punto y punto, parecía decir ostensiblemente que no es un iluso. “No voy a tirar la toalla, pero sé mejor que nadie que la guerra está perdida”, parecía pensar. Anticipar el fracaso abiertamente es, en el fondo, un mecanismo de autocortesía que pretende salvar la dignidad propia en el naufragio.

¿Hay una manera virtuosa de perder? (No vale, claro, cuando uno se deja ganar, cuando pierde por los pelos o cuando el otro ha hecho trampas).

Imagino que sí: percibiendo la realidad tal como es, como hizo Soderling: “Cuando [Nadal] juega así, realmente hay que tener un buen día para ganarle, lo que no ha sido mi caso”. Por eso estoy tan molesta con el director del documental chileno: porque sus vendedores y sus músicos son buena gente, pero ilusos sin un ápice de conciencia realista de sus posibilidades, sin la mínima capacidad de vislumbrar el fracaso.

Al final, siempre resulta patético haberse hecho falsas esperanzas. El cartel de la película reza "Los vendedores ambulantes reciben clases de marketing". Me hubiera gustado que alguno de ellos hubiera enviado el marketing y el coaching al mismísimo carajo.

viernes, 4 de junio de 2010

Estupideces metalingüísticas

Vivo en una manzana del Eixample en la que hay un colegio muy festivalero. Esta tarde les ha dado por montar un karaoke de grandes éxitos de los 80 que no me deja trabajar en cosas serias. Así que me he puesto a leer el Avui vía internet, a pesar de que, cual coro griego, los chavales berreaban “no me mires, no me mires”. Y a las dos noticias ya me he puesto de mala leche; y, cuando me enfado, escribo. Así que se me ha ocurrido inaugurar en este blog una sección a la que voy a llamar “estupideces metalingüísticas” (o de las tonterías que le hacen decir a la lengua sobre sí misma).

La responsable de la estupidez metalingüística de hoy es Patrícia Gabancho, cuyos artículos son con frecuencia un hilvanado de sandeces, a lo que parece, con un propósito victimista-masturbatorio que, salta a la vista, está en la línea editorial del diario —y que es un modo para vender (algunos) periódicos—.

He seleccionado el siguiente párrafo del artículo de hoy de Gabancho, titulado socarronamente "Trampas lingüísticas", que contiene diversas falacias y un argumento malévolo, que se viene repitiendo y que hay que denunciar:

El bilingüisme, malgrat el que diuen els polítics, és pervers perquè estableix, es vulgui o no, una situació de jerarquia entre les llengües en contacte. Vol dir que, quan s’esdevé una conversa entre parlants de llengües diferents, de forma automàtica una de les dues s’imposa i acaba sent el vehicle de la conversa. A Catalunya, aquest paper el fa el castellà. Hi ha diversos elements que hi ajuden, des del fet de saber que tothom pot parlar en castellà però no tothom pot fer-ho en català –el castellà no té, doncs, marge d’error– a un element més interessant, que és l’actitud colonial, simbiòtica entre el colonitzador i el colonitzat. He vist persones que, si s’adrecen a algú en català i aquest contesta en castellà, salten com una molla i diuen: “Ai, perdoni!”. Perdoni? A casa nostra? Qui és, en puritat, l’amo de la finca? El colonitzat, tot i ser l’amo del territori lingüístic, renuncia a la llengua pròpia en favor de la llengua colonial: és una cosa que està estudiadíssima. Això va confegint una pàtina de prestigi a la llengua colonial, amb el suport del mercat i de l’Estat, i el prestigi acaba minoritzant encara més la llengua colonitzada. Llavors ja és un no parar.


O sea, que Gabancho identifica a los castellanohablantes con colonos y a los catalanohablantes con colonizados, fabricando una dinámica social tan falsa como perniciosa. Esa ilusión segregacionista es un insulto, no solo a la inteligencia, a todos los catalanes, hablen el idioma que hablen. La dicotomía castellano-catalanohablante no vertebra las relaciones reales de los ciudadanos en Catalunya; es, en realidad, un tópico presente en el discurso independentista que se desmonta a la que uno, con la mente clara, pone un pie en la calle.

Por si fuera poco, la articulista escribe sin sonrojo que los catalanohablantes son los “amos de la finca”. Y, luego, los fachas serán los otros. Para darle explicación al delirio, pongámonos en antecedentes: Gabancho es una periodista argentina que en su veintena se instaló en Catalunya —con todo el derecho—, adoptó el catalán como lengua de trabajo y se ha convertido en una abanderada del catalanismo. Siendo imposible proveerse de una genealogía de rancia catalanidad, se pasa la vida construyendo la ficción de que la adquisición del idioma otorga los derechos de propiedad del suelo.

Algún tonto le acabará concediendo un premio y una parcela, al tiempo que (muchos) otros nos dedicamos a sudar la tierra en la lengua en la que buenamente nos da la gana. Y, mientras, los adolescentes continúan cantando, pasando sin trauma del Boig per tu de Sau al A quién le importa de Alaska.