Siempre he sido una firme defensora de que las lenguas no tienen derechos. Son sus hablantes quienes son titulares de derechos lingüísticos, por lo que cualquier política lingüística que tenga por objeto la protección de una lengua per se carece a todas luces de sentido. La muerte de una lengua, al morir el último de sus hablantes, me parece un proceso natural contra lo que no hay nada que hacer.
Ayer, en un seminario sobre cambio lingüístico, mientras se hablaba de la reducción y la pérdida del artículo en las formas como la mi muger del español medieval, me acordé de mi abuela, que era la última hablante por mí conocida que seguía conservando esa formulación, que ya era escasa en el español del XVI, según la Gramática histórica de Penny.
Mi abuela decía “la mi casa”, tónica la i, y con su muerte culminó un proceso de cambio que había empezado hace siglos. Así, inmediatamente, mi abuela se coloca en una lista de hablantes ilustres: como el famoso Antonio Udina, que murió en 1898 y que fue el último hablante del dálmata, una lengua romance hablada en la actual Croacia.
¿Supone una pérdida lamentable el fin del dálmata? No. Igual que no lo fue el cambio en el sistema que supuso el paso de “la mi casa” a “mi casa”. Las lenguas son de los hablantes, y los hablantes cambiamos y morimos. Las únicas pérdidas, si acaso, son la de mi abuela, para mí, y la de Udina, imagino, para los suyos. Al margen de ello, no cabe el sentimiento: el trabajo de los lingüistas es describir la vida (y la muerte) de las lenguas; el propósito de las leyes es, nada más y nada menos, ocuparse de proteger a los hablantes.
La acción paralela
Hace 9 horas
No hay comentarios:
Publicar un comentario